Un día el médico Buongiovanni, amigo suyo, forzado por el Santo a decir la verdad, le confesó sin rodeos que su mal era incurable y que moriría a finales de septiembre o, todo lo más, a primeros de octubre. Oído lo cual, exclamó: ¡Bienvenida mi hermana muerte!. También un fraile, tal vez fray Elías, le comunicó su próxima partida y, para preparar su ánimo, le dijo que su muerte, aunque dolorosa para los hermanos y para muchísimas personas, para él supondría un gozo infinito, el descanso de sus fatigas y la mayor de las riquezas. Y lo invitó a dar a todos ejemplo de serenidad y gozo. La respuesta de Francisco fue llamar a fray Ángel y fray León y ponerse a cantar el Cántico del hermano Sol, al que le añadió una nueva estrofa, que decía: Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de la que ningún hombre vivo puede escapar. ¡Ay de los que morirán en pecado mortal! ¡Dichosos los que encontrará en tu santísima voluntad, pues la muerte segunda no le hará mal.
Llegada inesperada de "fray Jacoba".
Lo alojaron en la enfermería, que era la primera casita construida por los hermanos en los comienzos, cuando se trasladaron de Rivotorto a la Porciúncula. Nada más llegar se acordó de la señora Jacoba de Settesoli, tan apegada a él y a la fraternidad, y dictó para ella la siguiente carta: A madonna Jacoba, sierva de Dios, fray Francisco, pobrecillo de Cristo, salud y comunión del Espíritu Santo en nuestro Señor Jesucristo. Debes saber, queridísima, que Cristo bendito me ha revelado, por su gracia, que el final de mi vida está muy próximo. Así pues, si quieres encontrarme vivo, ponte en camino apenas leas esta carta y ven a Santa María de los Ángeles, porque, si no llegas para tal día, no me encontrarás vivo. Y trae contigo paño ceniciento para amortajar mi cuerpo y la cera necesaria para la sepultura. Y te ruego que me traigas también aquellas cosas de comer que me solías dar cuando estuve enfermo en Roma. Aún estaban buscando a un fraile para llevar la carta cuando la señora Jacoba se presentaba a la puerta con su hijo y un gran séquito de personas. ¿Qué hacemos, padre? ¿La dejamos entrar?, le dijo un fraile, en atención a la clausura; mas él exclamó, muy contento: Que pase, que esa norma no vale para 'fray' Jacoba. La mujer se echó a sus pies llagados, llorando como una Magdalena. Luego explicó que, estando en oración, el Señor le había dicho que se apresurara en ir a Asís, con todo lo que Francisco pedía en la carta.
"Los estigmas al descubierto"
Después de permanecer desnudo en el suelo algún tiempo su cuerpo fue lavado y amortajado. A fray León le parecía un crucificado bajado de la cruz. Sus miembros, antes rígidos como los de un cadáver, se volvieron blandos y flexibles como los de un niño. La primera de los seglares en atreverse a desvelar el misterio de los estigmas fue Jacoba, que no dejaba de abrazar su cuerpo y de besar sus cinco llagas. La multitud, cientos de personas congregadas de toda la región, no dejaba de cantar y alabar al Señor, por permitirles ser testigos de un prodigio semejante, tan difícil de creer. Todos se sentían honrados, los que lograron besarlas y los que sólo pudieron verlas, entre lágrimas de dolor, gozo y agradecimiento a la vez. Lo que decimos lo hemos visto -decía fray Tomás de Celano, con palabras tomadas del evangelista Juan-. Estas manos escriben lo que ellas mismas han palpado. Y añade: Varios hermanos nuestros lo han visto con nosotros mientras vivía el santo, y en su muerte, más de cincuenta, además de innumerables seglares, lo han venerado. ¡Que no haya, pues, lugar para la duda! Quisiera Dios que fuesen muchos los que se uniesen a Cristo Cabeza como miembros suyos con el mismo amor seráfico, para merecer semejante armadura para la batalla de esta vida, y gloria semejante en el reino de los cielos. Entre los que testificaron después acerca del prodigio figuran fray Bonicio, el beato Andrés de Spello, el hijo de Jacoba Juan Frangipani, el señor de Greccio Juan Velita y messer Jerónimo, noble caballero asisano que se atrevió a palpar la llaga del costado y a remover los clavos de las manos y los pies, para estar más seguro de lo que veía.
"El llanto de Clara y sus hermanas"
El cortejo fúnebre dio un rodeo por San Damián, para que las Damianitas pudiesen dar su último saludo a Francisco. Para la ocasión quitaron la reja de la clausura por la que solían recibir la comunión y algunos hermanos sostuvieron en brazos el cuerpo del Santo para que pudiesen contemplarlo por última vez. La descripción que Celano nos ha dejado del llanto de aquellas pobres reclusas es, sin duda, una de las páginas más emotivas e intensas de la literatura medieval. Una tras otra, tratando de contener sus emociones, pudieron besar sus manos llagadas, mientras fuera todos compartían su dolor.
Fuente: transcribo algunos apartes del final de la vida de San Francisco de Asís, de Fray Tomás Gálvez C.
http://www.fratefrancesco.org/01.htm