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Cuentos con el Belén Páginas: 1 2 | ||
Queridos/as amigos/as
Para un nuevo proyecto necesito algun cuento o historia breve, que tenga por protagonista el Belén. No sirve un cuento de Navidad o un cuento cuyos protagonistas sean Maria José y Jesús.
Necesito un cuento en que aparezca una familia o un niño o un abuelo montando el belén de su casa, y tal y tal. O un cuento en el que las figuras del belén cobren vida por la noche y los ratoncillos de la casa juegen con ellas... yo que sé, pero seguro que tiene que haber alguno...
Si alguien tiene localizado alguno o si alguien se anima a escribir uno, seria fantástico
Gracias
Bueno, Enric, vá; espero que os guste a todos:
El belén de las abuelas
Por Lucía Baquedano
publicado en la revista Belén 07 de
la Asociación de Belenistas de Pamplona
La Virgen , San José y el Niño son una sola figura, la mejor de nuestro Belén y tan antigua que mi abuela que es quien lo pone todos los años, dice que ya la tenían cuando era su propia abuela quien lo ponía. Las demás figuras las hemos ido añadiendo poco a poco, pero también me gustan. A mí me gusta todo lo de Navidad porque es formidable.
Aquel día estaba mirándolo y pensando lo estupendo que era que al fin hubiera llegado Nochebuena, cuando la puerta chirrió. Hace días que chirría al abrir porque no cierra bien, y mi abuelo no encuentra un carpintero que quiera venir al pueblo para arreglarla. Pero el hombre aquel la empujó sólo lo justo para poder asomar la cabeza. Me preguntó si podíamos darle unas cerillas porque estaba con su mujer en el antiguo lavadero y querían hacer fuego para calentarse, así que mi padre le dio una caja.
Bueno, pues nada más enterarse de eso, mi madre y mi abuela se empeñaron en ir a llevarles algunas cosas de nuestra cena para que también ellos celebraran la Nochebuena, así que se fueron al lavadero, sin importarles nada que lloviera y nevara tanto. No sé por qué tuvieron que invitarles, y creo que hasta al abuelo le pareció mal cuando volvieron con ellos diciendo que cenarían con nosotros.
-¿Cómo se os ha ocurrido semejante cosa? ¡precisamente en una noche como la de hoy, que es para pasarla en familia! -les dijo en la cocina.
- ¡Precisamente en esta noche! Son emigrantes, están helados y tienen un recién nacido, así que se quedarán aquí -contestó la abuela. Y como es la que más manda, tuvimos que obedecer y sentarnos a cenar con los desconocidos, mientras ella sacaba una manta y una cesta para meter allí al chaval, porque era tan pequeño que cabía en cualquier sitio.
Yo estaba seguro de que aquella cena no podía ser como siempre, aunque hubieran puesto cosas riquísimas para comer y la vajilla bonita, porque a ninguno se nos ocurría nada que decir con el hombre y la mujer en la mesa, y también ellos estaban silenciosos, como si estuvieran avergonzados. Pensé que seguramente hubieran estado más a gusto en el lavadero. Además, si no sabíamos de qué hablar, tampoco cantaríamos villancicos después de cenar, ni el abuelo recitaría aquello del pastor al que la mula se le comió el sombrero que nos hacía reír tanto. Me puse tristísimo. ¡Vaya Nochebuena tan mala!
Pero de repente el niño empezó a llorar y todo cambió, porque no sólo su madre, sino también la mía, y mi abuela y mis dos hermanas, se levantaron y se pusieron alrededor de la cesta, y como la mujer empezó a tararear algo que se sabían todas, aquello empezó a parecer un orfeón
- ¡Se ha reído! -exclamó la madre. Y como por lo visto era la primera vez que el crío lo hacía, también su padre se levantó de la mesa porque quería verlo. Y hasta mi padre y mi abuelo, que parecía como si nunca hubieran visto reír a nadie.
- Con tal de que no sean unos desvalijadores y nos desvalijen cuando estemos dormidos... -dijo mi hermano, que como tiene diez años y está en cuarto, sabe mucho de desvalijamientos y cosas así. Me quedé muerto de miedo, pero se me pasó cuando todos volvieron a la mesa, porque de repente hablaban y reían como si se conocieran de toda la vida. El padre del chavalín hasta le contó al mío que estaba muy contento porque había conseguido trabajo en una carpintería.
La mujer, mirándola bien era guapa aunque tenía todo el borde del vestido manchado de barro, como si le hubieran salpicado todos los charcos del camino, pero me sonrió y no sé por qué, me puse muy contento. Lo que sí me extrañó es que siendo extranjeros hablaran nuestro idioma y supieran cantar el tiruriruri, el Niño hermoso tus ojos bellos, y los demás villancicos que cantamos siempre en casa.
Me di cuenta de que nuestra Nochebuena era como siempre, cuando el abuelo dijo ¡venga aquí el rapaz!, y se puso a recitar lo de la mula y el sombrero, paseando de un lado a otro con el crío en brazos. A mí ni siquiera se me ocurrió pensar que se había vuelto loco porque también yo tenía ganas de cogerlo aunque no me atreví, porque como era tan pequeño a lo mejor no sabía.
Debí de dormirme en la mesa porque tuvieron que despertarme para ir a la cama. Antes de subir a mi cuarto me detuve ante el Belén y casi me muero de la impresión porque faltaba la figura de la Virgen, San José y el Niño. ¿Quién había sido capaz de robar lo que tanto quería mi abuela y la abuela de mi abuela?
Junto a la puerta de la calle estaban los dos bolsos de nuestros invitados y pensé que la figura estaría en uno de ellos, pero no dije nada. Decidí esperar a que todos durmieran para bajar de nuevo y recuperarla. A nosotros no nos desvalijaba un desvalijador así como así. ¡Con lo bien que mi madre y mi abuela se habían portado con ellos!
Pero dormí demasiado, era de día cuando me desperté y ya no estaban los bolsos en la entrada. Sólo mi abuelo que abría y cerraba la puerta muy asombrado de que ya no chirriara, porque me dijo que las puertas no se arreglan solas y sin embargo la nuestra lo había hecho. Le pregunté por los extranjeros y me dijo que se habían ido muy temprano para coger el primer autobús y casi me pongo a llorar pensando que nos habíamos quedado para siempre sin la mejor figura del Belén. Pero cuando me acerqué a él tuve que frotarme los ojos creyendo que todavía estaba dormido, porque continuaba allí, como si nunca se hubiera movido del portal. Se me ocurrió entonces una idea fantástica. Si nadie había robado la figura, y sin embargo faltó durante un rato del Belén, era porque ellos lo habían abandonado para cenar aquella noche con nosotros. Claro que esto nunca se lo he contado a nadie. Me dirían que lo había soñado. Pero la Virgen parecía sonreírme con su Niño en brazos, sentada con José en el suelo del establo, que debía de estar mojado, porque tenía manchado de barro el borde del vestido, como si le hubieran ido salpicando todos los charcos del camino.
Un Mendigo en el Pesebre
La noche volcaba toda su crudeza sobre las luces de la ciudad. En el rincón desolado de unos almacenes abandonados a su suerte, una luz aterida por el frio se proyectaba sobre una improvisada casa de cartón. En su interior, una arrebujada silueta se removia buscando el calor de una pequeña hoguera que chisporroteaba en la semipenumbra luchando por sobrevivir a la noche.
El mendigo era de una edad indefinida, como todos los hombres que han sido abandonados a su suerte, su pelo largo y lacio y sus barbas arremolinadas en torno a su rostro, lo hacian impenetrable al tiempo, solo su viva mirada delataba que no subiria de los cincuenta. Su delgado cuerpo se arrebujaba en un viejo abrigo repleto de costurones. Atiza la lumbre y desempaqueta un mendrugo de pan junto con un brik de vino y un par de latas de sardinas en aceite. El calor del vino empezo a caldear un poco el interior de su cuerpo.
Mientras daba cuenta del trozo de pan y una de las latas de sardinas, empieza a remover dentro de una descolorida mochila y a ir sacando, poco a poco, unas figuritas de Navidad que reposaban en el fondo de la bolsa. El portal de Belen con el niño Jesus, San Jose, la Virgen, el burrito con la vaca, unos pastorcillos de aspecto alegre y jugueton, los tres reyes Magos a lomos de camellos, todo empezo a tomar posiciones en una esquina de la chabola.
Su vista cansada se tropezo con la mirada sonriente del niño Jesús, que parecia ajeno al frio del exterior. Sus ojos se cubrieron de lagrimas, que comenzaron a deslizarse hasta la pequeña figurilla.
De pronto, un haz luminoso empezo a surgir de las diminutas manos de arcilla cubriendo con su luz el interior de la chabola. El mendigo comenzo a retroceder a la vez que la figuras de barro crecian ante su vista perpleja, hasta alcanzar un tamaño real. Parecia como si el Nacimiento hubiera absorvido el entorno en el que se hallaba y el mendigo empezara a formar parte del nuevo escenario. Su posicion al lado del Niño que ahora era real, le hacia sentirse parte de otro tiempo y de otro lugar. El frio habia sido sustituido por un reconfortante calor que emanaba del interior del pesebre.
El Niño extendio sus brazuelos hacia la figura que rebosaba de una olvidada felicidad y el mendigo desaparecio entre luces cegadoras.
Ahora, mi Nacimiento tiene la figura de un pobre al lado del Niño Jesus. Su pequeño rostro de arcilla tiene una sonrisa oculta entre los pliegues de sus barbas que enamora a todo aquel que mira esta figurilla.
Autor: Jevialba
http://www.bibliotecasvirtuales.com/comun/foros/forum.asp?FORUM_ID=299
Cuento de Navidad
Érase un niño enfermizo. Su madre, opulentísima señora, andaba loca con el afán de darle salud, y el médico, fijándose en la índole del padecimiento del niño, decía que, principalmente, dimanaba de una especie de atonía o insensibilidad, efecto de que su sistema nervioso se encontraba como amodorrado o dormido, y no comunicaba al organismo las reacciones vitales y al espíritu la fuerza necesaria. Es decir, que Fernandito, que así le llamaba vivía a medias, como vegetando, lo cual es sobrado para una planta, pero insuficiente para un hombre.
Trataba la madre de despertar por todos los medios la sensibilidad, la imaginación y la vida psíquica de su hijo, sin lograrlo. Le paseaba, le adivinaba los gustos, le traía juguetes y golosinas, y el chico tomaba los juguetes un momento y luego los dejaba caer, con
indiferencia, a los pies del sillón en que permanecía lánguidamente sentado meses y meses.
Las golosinas, las probaba apenas; con alguna, sin embargo, se encaprichaba, y era un arma de doble filo, porque le alteraba el estómago, y como el ejercicio y el movimiento no contrastaban los efectos de la glotonería infantil, las indigestiones ponían su vida en
peligro.
El desfile de doctores consultados trajo el desfile de sistemas: el pobre Fernandito fue campo de experimentación de los más diversos. Desde el agua fría con sus chorros glaciales, hasta la electricidad, con sus picaduritas de aguja, mordicantes y finas, todo lo hubo de sufrir el cuerpo de Fernando, sometido, por el amor, a torturas que no inventa el odio. Se le paseó de balneario en balneario; se le arrastró de sanatorio en sanatorio, de playa en playa, de altitud en altitud; se le sometió a rigores espartanos, y, como quiera que la ciencia afirmaba que a veces el dolor despierta y fortifica, se llegó al extremo de azotarle con unas varitas delgadas, iguales a las que sirven para batir la crema, mientras la madre, que no quería presenciar la crueldad, se refugiaba en un cuarto interior, tapándose con algodón los oídos...
Fuera no acabar nunca referir cuanto se ensayó y practicó con el desgraciado atónico. El catálogo demostraría hasta qué punto la ciencia contemporánea posee recursos y es rica en ideas y combinaciones. Todos los reinos de la naturaleza; todas las fuerzas mal definidas y estudiadas que al través de ella circulan, concurrieron a la obra de la intentada curación. El novísimo radium, substancia maravillosa, también salió a relucir, y nada. Fernandito, no cabe duda, mejoraba físicamente; su cuerpo, adolescente ya, se fortalecía; pero continuaba dando el mismo lastimoso espectáculo de un pensamiento ausente, de una voluntad muerta, de una conciencia entumecida, de un espíritu yerto. Los músculos obedecían al conjunto de la sabiduría humana; los nervios resistían. Y, para decirlo en estilo vulgar, Fernandito seguía tan tontaina como antes.
Pero el amor -que era la madre- no se cansaba, no se daba por vencido. Cuando, por último, los médicos, fatigados, declararon que, por su parte, estando conseguido lo posible, lo principal, lo demás era, cuestión que había que confiar a la naturaleza misma, la cual se reserva, en sus santuarios, mucho que no ha entregado aún a la investigación humana, aunque es de suponer que un día no tendrá más remedio que entregarlo, la madre, oída la
sentencia, irguiose encendida, arrebolada de inspiración... Y juntando las manos, mirando al cielo, imploró como si exigiese:
-Tú, Señor, que me has permitido dar a mi hijo la carne, permite también que le dé el alma.
Desde el punto mismo, dedicose la madre a un trabajo muy activo, muy reservado, que se verificaba en habitaciones completamente independientes de aquéllas en que ella y su hijo vivían. Toda clase de operarios entraban y salían sin cesar, y mujeres jóvenes, envueltas en pieles baratas, arrebujadas en largos abrigos de paño, se reunían allí al anochecer; de las tiendas venían géneros: una instalación complicadísima se realizaba, en una sala que solía estar cerrada siempre, y a las altas horas, el vecindario creía escuchar cantos, músicas, que contrastaban con el silencio habitual de una morada que las tristezas de la enfermedad de Fernandito habían asombrado y entenebrecido siempre. Ocurría esto en los últimos meses del año, cuando iba aproximándose la Navidad.
Y la tarde del día 24, el niño, más amodorrado que nunca, se quejaba mansamente de frío, a pesar de la gran chimenea, en que ardía alta hoguera de leña seca, cuyas llamas regocijaban y derramaban suave calor. Su madre extendió por los hombros de la criatura un mullido abrigo de pieles, y sonriéndole, hablándole mimosa, le advirtió:
-¿No sabes? El Niño Dios ha venido a verte.
Pero estas palabras no despertaban en Fernandito idea alguna. No las entendía. Las repetía lentamente, como en sueños:
-Niño Dios, Niño Dios...
-Y la Virgen -insistía la madre-. Y los angelitos.
-Tengo frío -insistía el muchacho, temblando ligeramente.
Por un instante, sintió la madre que sus esperanzas se fundían, a semejanza de la nieve ligera que acababa de caer y que, suspensa del alero, iba a convertirse en agua y en lodo.
¡Su hijo no tendría alma jamás! ¡Cuanto se intentase, inútil! Y pensaba en lo que sería de ella aquella noche, después de fracasada la tentativa suprema... Porque fracasada la creía, y
habría que renunciar a la lucha. Fundaría un convento de caritativas monjas, se retiraría a él y allí viviría con su enfermo sin alma, lejos del mundo, que se ríe de los pobres niños atontados...
Era la hora de acostar a Fernandito, y resignada y desesperada a la vez, fue ella misma, como siempre, a desnudarle y a someterle las sábanas. Quedose luego en vela al lado de la cama. Al acercarse la medianoche, envolviendo rápidamente al niño en pieles tibias,
descalzo y todo, lo arrebató como una presa, mientras le repetía al oído:
-¡Ven, que ha nacido Dios y te está llamando!
Cruzando un largo pasillo, abierta una puerta grande, entraron en un salón inmenso, todo obscuro, y al pronto, una luz sola, intensísima, ardió en el espacio, y sus fulgores astrales alumbraron un paisaje sorprendente. Montañas, valles, oasis de palmeras, y, a lo lejos, las torres de una ciudad magnífica, las cúpulas de sus templos, las extremidades de sus minaretes. No era el Nacimiento de cartón, con figuras de barro: por los riachuelos corría agua, los árboles susurraban agitados por el viento, y verdadero césped, salpicado de flores, crecía en los praditos y orillaba las sendas. De pronto, empezó a poblarse el desierto panorama. En el fondo de sombría gruta aparecieron una hermosísima mujer y un hombre
de plateada barba, que llevaba en la mano una vara de azucenas. La mujer sostenía en sus brazos un Niño, que acostó en el establo. Al punto mismo, una música divina resonó. Eran cadencias de gozo, la risa fresca del villancico, que huele a tomillo de monte, entremezclada con un alboroto de gorjeos de pájaros, y los pastores empezaron a bajar de la montaña, cantando su tonadilla, llevando corderos, cestillos de frutas, tocando zampoñas, empujándose para llegar más presto. Con ellos, la estrella, majestuosa, caminaba.
Y, parados ante la gruta, se postraron, estirando las jetas, con curiosidad simple y santa, con las manos alzadas, enclavijados los dedos callosos, y la madre de Fernandito, que no apartaba la vista de su hijo, creyó morir, de la impresión que recibía. El muchacho se había incorporado, lentamente, y también en su mirada, como en la de los rústicos cabreros, brillaba la chispa de la curiosidad, llena de ingenua bobería, pero ¡tan humana!, ¡tan humana!
Entre el silencio repentino de la adoración, se alzó un canto celeste, sostenido por los registros más delicados del magnífico órgano eléctrico, oculto en la sala contigua. Eran muchas voces, afinadísimas, unidas en masa coral, elevando el himno, triunfal, glorioso:
«¡Aleluya, aleluya! ¡Nos ha nacido un niño! ¡Aleluya!».
Cogió la madre a su hijo, va con alma, y apretándolo contra un corazón que saltaba de miedo y de ilusión ardorosa, entró con él por los senderos del paisaje. Corría, como si en tal momento no se pudiese perder minuto. Corría, porque Fernando, al oír el cántico, había murmurado bajito:
-¡Qué precioso, mamá! ¡Qué precioso!
Y, ya al pie de la gruta, haciendo apartarse a los pastores con una seña, la madre se arrodilló, y señalando al Niño dormido sobre la paja, murmuró anhelosa, en súplica ardiente:
-¡Bésalo, Fernando!
El muchacho dudó un segundo, como si no entendiese. Al cabo, entre un temblor de vida, con un llanto salvador, con un grito, en que su espíritu nacía, exclamó:
-¡Qué bonito! ¡Qué bonito es el Nene!
Y aplicó los labios a la faz de rosa que despierta, le sonreía...
La Nochebuena del carpintero
José volvió a su casa al anochecer. Su corazón estaba triste: nevaba en él, como empezaba a nevar sobre tejados y calles, sobre los árboles de los paseos y las graníticas estatuas de los reyes españoles, erguidas en la plaza. Blancos copos de fúnebre dolor caían pausadamente en el alma del carpintero sin trabajo, que regresaba a su hogar y no podía traer a él luz, abrigo, cena, esperanzas.
Al emprender la subida de la escalera, al llegar cerca de su mansión, se sintió tan descorazonado, que se dejó caer en un peldaño con ánimo de pasar allí lo que faltaba de la alegre noche. Era la escalera glacial y angosta de una casa de vecindad, en cuyos entresuelos, principales y segundos vivía gente acomodada, mientras en los terceros o cuartos, buhardillas y buhardillones, se albergaban artesanos y menesterosos. Un mechero de gas alumbraba los tramos hasta la altura de los segundos; desde allí arriba la oscuridad se condensaba, el ambiente se hacía negro y era fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca el aspecto desolador de la escalera y sus rellanos había impresionado así a José. Por primera vez retrocedía, temeroso de llamar a su propia puerta. ¡Para las buenas noticias que llevaba!
Altas las rodillas, afincados en ellas los codos, fijos en el rostro los crispados puños, tiritando, el carpintero repasó los temas de su desesperación y removió el sedimento amargo de su ira contra todo y contra todos. ¡Perra condición, centellas, la del que vive de su sudor! En verano, cebolla, porque hace un bochorno que abrasa, y los pudientes se marchan a bañarse y a tomar el fresco. En Navidad, cebolla, porque nadie quiere meterse en obras con frío y porque todo el dinero es poco para leña de encina y abrigos de pieles. Y qué, ¿el carpintero no come en la canícula, no necesita carbón y mineral cuando hiela? El patrón del taller le había dicho meneando la cabeza: «¿Qué quieres hijo? Yo no puedo sacar rizos donde no hay pelo... Ni para Dios sale un encargo... Ya sabes que antes de soltarte a ti, he «soltao» a otros tres... Pero no voy a soltar a mis sobrinos, los hijos de mi hermana..., ¿estamos? Ya me quedo con ellos solos... Búscate tú por ahí la vida... A ingeniarse se ha dicho...» ¡A ingeniarse! ¿Y cómo se ingenia el que sólo sabe labrar madera, y no encuentra quien le pida esa clase de obra?
Un mes llevaba José sin trabajar. ¡Qué jornadas tan penosas las que pasaba en recorrer Madrid buscando ocupación! De aquí le despedían con frases de conmiseración y vagas promesas; de allá, con secas y duras palabras, hasta con marcada ironía... «¡Trabajo! Este año para nadie lo hay...», respondían los maestros, coléricos, malhumorados o abatidos. De todas partes brotaba el mismo clamor de escasez y de angustia; doquiera se lloraban los mismos males: guerra, ruina, enfermedades, disturbios, catástrofes, miedo, encogimiento de bolsillos... Y José iba de puerta en puerta, mendigando trabajo como mendigaría limosna, para regresar a la noche, de semblante hosco y ceño fruncido, y contestar a la interrogación siempre igual de su mujer con un movimiento de hombros siempre idéntico, que significaba claramente: «No, todavía no.»
La mala racha los cogía sangrados, después de larga enfermedad: una tifoidea de la chica mayor, Felisa, convaleciente aún y necesitada de alimento sustancioso; después de la adquisición de una cómoda y dos colchones de lana, que tomaron el camino de la casa de empeños a escape; después de haber pagado de un golpe el trimestre atrasado de la vivienda y oído de boca del administrador que no se les permitiría atrasarse otra vez, y al primer descuido se los pondría de patitas en la calle con sus trastos... En ocasión tal, un mes de holganza era el hambre enseguida, el ahogo para el resto del venidero año. ¡Y el hambre en una familia numerosa! Nadie se figura el tormento del que tiene la obligación de traer en el pico la pitanza al nido de sus amores, y se ve precisado de volver a él con el pico vacío, las plumas mojadas, las alas caídas... Cada vez que José llamaba y se metía buhardilla adentro, el frío de los desnudos baldosines, la nieve de la apagada cocina, se le apoderaban del espíritu con fuerza mayor; porque el invierno es un terrible aliado del hambre, y con el estómago desmantelado muerde mil veces más riguroso el soplo del cierzo que entra por las rendijas y trae en sus alas la voz rabiosa de los gatos...
Cavilaba José. No, no era posible que él pasase aquel umbral sin llevar a los que le aguardaban dentro, famélicos y transidos, ya que no las dulzuras y regalos propios de la noche de Navidad, por lo menos algo que desanublase sus ojos y reconfortase su espíritu. Permanecía así en uno de esos estados de indecisión horrible que constituyen verdaderas crisis del alma, en las cuales zozobran ideas y sentimientos arraigados por la costumbre, por la tradición. Honrado era José, y a ningún propósito criminal daba acogida, ni aun en aquel instante de prueba; las manos se le caerían antes que extenderlas a la ajena propiedad; pero esta honradez tenía algo de instintivo, y lo que se le turbaba y confundía a José era la conciencia, en pugna entonces con el instinto natural de la hombría de bien, y casi reprobándolo. Él no robaría jamás, eso no...; pero vamos a ver: los que roban en casos análogos al suyo, ¿son tan culpables como parece? A él no le daba la gana de abochornarse, de arrostrar el feo nombre de ladrón; unas horas de cárcel le costarían la vida; moriría del berrinche, de la afrenta; bueno: ésas eran cosas suyas, repulgos de su dignidad, que un carpintero puede tener también: mas los que no padeciesen de tales escrúpulos y cometiesen una barbaridad, no por sostener vicios, por mantener a la mujer y a los pequeños..., ¿quién sabe si tenían razón? ¿Quién sabe si eran mejores maridos, mejores padres? Él no daba a los suyos más que necesidad y lágrimas...
Gimió, se clavó los dedos en el pelo y, estúpido de amargura, miró hacia abajo, hacia la parte iluminada de la escalera. Por allí mucho movimiento, mucho abrir de puertas, mucho subir y bajar de criados y dependientes llevando paquetes, cartitas, bandejas; los últimos preparativos de la cena: el turrón que viene de la turronería; el bizcochón que remite el confitero; el obsequio del amigo, que se asocia al júbilo de la familia con las seis botellas de jerez dulce y las rojas granadas. Una puerta sola, la de la anciana viuda y devota, doña Amparo, que no se había abierto ni una vez; de pronto se oyó estrépito, una turba de chiquillos se colgó de la campanilla; eran los sobrinos de la señora, su único amor, su debilidad, su mimo... Entraron como bandada de pájaros en un panteón; la casa, hasta entonces muda, se llenó de rumores, de carreras, de risas. Un momento después, la criada, viejecita, tan beata como su ama, salía al descanso y gritaba en cascada voz:
-¡Eh, señor José! ¿Está por ahí el señor José? Baje, que le quiero dar un recado...
En los momentos de desesperación, cualquier eco de la vida nos parece un auxilio, un consuelo. El que cierra las ventanas para encender un hornillo de carbón y asfixiarse, oye con enternecimiento los ruidos de la calle, los ecos de una murga, el ladrido del perro vagabundo... José se estremeció, se levantó y, ronco de emoción, contestó bajando a saltos:
-¡Allá voy, allá voy, señora Baltasara!...
-Entre... -murmuró la vieja-. Si está desocupado, nos va a armar el Nacimiento, porque han «venío» los chicos, y mi ama, como está con ellos que se le cae la baba pura...
-Voy por la herramienta -contestó el carpintero, pálido de alegría.
-No hace falta... Martillo y tenazas hay aquí, y clavos quedaron del año «pasao»; como yo lo guardo todo, bien apañaditos los guardé...
José entró en el piso invadido por los chiquillos y en el aposento donde yacían desparramadas las figuras del Belén y las tablas del armadijo en que habían de descansar. Entre la algazara empezó el carpintero a disponer su labor. ¡Con qué gozo esgrimía el martillo, escogía la punta, la hincaba en la madera, la remachaba! ¡Qué renovación de su ser, qué bríos y qué fuerzas morales le entraban al empuñar, después de tanto tiempo, los útiles del trabajo! Pedazo a pedazo y tabla tras tabla iba sentando y ajustando las piezas de la plataforma en que el Belén debía lucir sus torrecillas de cartón pintado, sus praderas de musgo, sus figuras de barro toscas e ingenuas. Los niños seguían con interés la obra del carpintero; no perdían martillazo; preguntaban; daban parecer y coreaban con palmadas y chillidos cada adelanto del armatoste. La señora, entre tanto, colgaba en la pared algunas agrupaciones de bronce y vidrio para colocar en ellas bujías. Los criados iban y venían, atareados y contentos. Fuera nevaba; pero nadie se acordaba de eso; la nieve, que aumenta los padecimientos de la miseria, también aumenta la grata sensación del bienestar íntimo del hogar abrigado y dulce. Y José asentaba, clavaba la madera, hasta terminar su obra rápidamente, en una especie de transporte, reacción del abatimiento que momentos antes le ponía al borde de la desesperación total...
Cuando el tablado estuvo enteramente listo y José hubo dado alrededor de él esa última vuelta del artífice que repasa la labor, doña Amparo, muy acabadita y asmática, le hizo seña de que la siguiese, y le llevó a su gabinete, donde le dejó solo un momento. Los ojos de José se fijaron involuntariamente en los muebles y decorado de aquella habitación ni lujosa ni mezquina, y, sobre todo, le atrajo desde el primer momento una imagen que campeaba sobre la consola, alumbrada por una lamparilla de fino cristal. Era un San José de talla, escultura moderna, sin mérito, aunque no desprovista de cierto sentimiento; y el santo, en vez de hallarse representado con el Niño en brazos o de la mano, según suele, estaba al pie de un banco de carpintero, manejando la azuela y enseñando al Jesusín, atento y sonriente, la ley del trabajo, la suprema ley del mundo. José se quedó absorto. Creía que la imagen le hablaba; creía que pronunciaba frases de consuelo y de cariño infinito, frases no oídas jamás. Cuando la señora volvió y le deslizó dos duros en la mano, el carpintero, en vez de dar las gracias, miró primero a su bienhechora y después a la imagen; y a la elocuencia muda de sus ojos respondió la de los ojos de la viejecita, que leyó como un libro en el alma de aquel desventurado, deshecho física y moralmente por un mes de ansiedad y amargura sin nombre. Y doña Amparo, muy acostumbrada a socorrer pobres, sintió como un golpe en el corazón; la necesidad que iba a buscar fuera de casa, visitando zaquizamíes, la tenía allí, a dos pasos, callada y vergonzante, pero urgente y completa. Alzó los ojos de nuevo hacia la efigie del laborioso patriarca y, bondadosamente, tosiqueando, dijo al carpintero:
-Ahora subirán de aquí cena a su casa de usted, para que celebren la Navidad.
Otro cuento , la verdad no se porque todos son tan tristes
Hans Christian Andersen
¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.
La vendedora de fósforos
Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.
La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.
Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!
Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.
Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.
-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".
Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.
-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!
Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.
Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.
-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.
Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.
Que te parece este, es una version navideña del soldadito de plomo
Lo escribio mi hija hace algunos años,más infantil imposible.
" EL PASTORCILLO DE BARRO"
Érase una vez una niña a la que le gustaba mucho la Navidad
Acababan de darle las vacaciones, esa tarde.
Todo estaba listo, mamá había sacado la gran caja donde se guardaban las figuras del Belén
Al coger una de las figuritas, noto que tenia rota una pierna,
-¿Hay que pegársela mamá?
-Será mañana, hoy no puedo, viene la abuelita para preparar los postres de Navidad.
Pero la niña no sabía que sus figuras durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellas,
El pastorcito cojo se fijó en una dulce pastorcita que estaba junto al río, el cerdito se dio cuenta y le gritó
-No la mires tonto
-No le hagas caso, es un envidioso le respondió la pastorcita, yo estoy muy contenta de hablar contigo.
Y lo dijo ruborizándose
La figurita se acercó a él y le preguntó
-¿Que te ha pasado?
-La niña de la casa me dejo caer respondio el cojito
-Dicen que ha nacido el Niño Dios, ¿Por qué no nos acercamos? ha nacido en un portal del Belén y está cruzando el Castillo de Herodes
Los dos se pusieron en marcha,cogidos de la mano , la pastorcilla ayudaba al cojito en su penoso caminar.
Tomaron el camino de arena, cerca del puente, les llego un agradable olor a pan recién hecho, era el Señor Isaac el panadero que les saludaba con la mano.
Cruzaron el prado, Simeón el pastor cuidaba sus ovejas.
- Buenas noches a los dos les dijo, ¿donde vais?
-Vamos a ver al Niño que ha nacido esta noche en el Belén, respondieron los dos zagales.
Al cabo de un buen rato llegaron al portal, una gran bombilla iluminaba al Niño y a su Mamá.
Ella se acercó y miró al Niño, era precioso y el Pequeño al verla, sonrió
Empezaba a amanecer, era la hora de volver a colocarse cada uno en su sitio. En un segundo cada figurita estaba perfectamente inmóvil
A la mañana siguiente cuando el sol ya habia salido, la niña lo primero que hizo al despertar fue ir a visitar su Belén, pero cual no seria su sorpresa al ver que su pastor favorito estaba arreglado.
-Mamá, mamá .El pastorcillo ya tiene las dos piernas.
La pastorcita miró de soslayo al Niño y El la correspondió, con un imperceptible beso.
Ella era ahora la que preparaba El Belén para sus hijos,
Nunca faltaron en él, las dos figuras de su infancia.
Una zagala cogida de la mano de un pastorcillo que tenía una pierna pegada con cola.
Despues de aquella noche mágica jamás se volvieron a romper.
Fin.
Este es un fragmento de un cuento Andino
Se titula Navidad en los Andes
Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza.
Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices, torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia habitación olía a bosque recién cortado.
Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que oportunamente era cubierta con n mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá.
En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y jubiloso:
- José, pero si tú eres ateo...
- Déjame, déjame, Herminia, replicaba mi padre con buen humor-, no me recuerdes eso ahora y...a los chicos les gusta la Navidad...
Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y cotidianamente.
Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas, pañuelos, rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar...Cierta vez, un indio regalóme un venado de meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones.
Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas "pastoras", banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo papel diré luego.
El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente, en los ramos entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas adquirían un aire de fiesta.
Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos.
Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo.
De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las "pastoras" entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo algunos versos:
En el portal de Belén
hay estrellas, sol y luna;
a Virgen y San José
y el niño que esta en la cuna.Niñito, por qué has nacido
en este pobre portal,
teniendo palacios ricos
donde poderte abrigar...
NAVIDAD EN FANTASÍA
La escarcha del Lago de Cristal se resquebrajó en el centro y de repente miles de fragmentos de hielo saltaron por todos lados centelleando bajo los rayos del Sol y formando una red de centelleos entre las facetas de los cristales de hielo. En mitad de aquella lluvia de color el Hada del Agua emergió del agua helada rodeada de un destello Aguamarina.
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