En vísperas de navidad, los bancos del último curso de la escuela quedaban vacios, todos los de ese año salíamos por montes y laderas recogiendo musgo, helechos , orquídeas, hojas de palma y todo cuanto sirviera para la confección del gran pesebre parroquial y del famoso que cada año arreglaba en su casa doña Francisca. En nuestras excursiones no desperdiciábamos la ocasión de bañarnos en los glaucos remansos del rio, hartarnos de comer zapotes, madroños, caimos y chirimoyas en la finca del papá de Toño, nuestro compañero de aventuras, torear avisperos y cazar con trampas azulejos y sinsontes.
El buen sacristán nos pagaba por lo que llevábamos, algunos centavos, que gastábamos en comprar petardos, buscaniguas, totes y luces de bengala, para quemar el día del nacimiento.
Doña Francisquita- santa señora que debe estar haciendo pesebres en el cielo- en cambio de las aromosas catleyas y azucenas que llevábamos pegadas a la rama del árbol en que lucían en medio del bosque, nos daba, como anticipo de Nochebuena, brevas que nadaban en rico almíbar, delicioso manjarblanco, tortas de coco y de pastores y de cuando en vez de algunas galletas que sacaba de unas cajas enormes sobre las cuales recuerdo que se leía en letras rojas “Biscuits”.
sacaba de unas cajas enormes sobre las cuales recuerdo que se leía en letras rojas “Biscuits”.
Empezaba la novena del niño Dios y era de ver la alegría con que contemplábamos las maravillas del pesebre que doña Francisquita había sabido recatar a la curiosidad de rapazuelos traviesos; de ríos de papel plateado saltando entre breñas de musgo y bordeando pueblos de cartón sobre abismantes montañas, que de caminos señalados con ladrillo molido trepando por alturas inaccesibles, carreteras con autos de cuerda y carrileras con trenes de hoja de lata, unían las aldeas que se asomaban al abismo desde los altozanos. Al centro una batea, disimulada con lama y lechuguillas, fingía un lago en donde airosos navegaban patos de celuloide y barquitos de papel. No faltaba una gran estancia en que las muñecas de trapo regaban el jardín, lavaban ropa y tumbaban naranjas, mientras una pizpireta muñeca de porcelana asomada a un balcón, ostentando blondas de seda rubia. Tampoco faltaba el cuadro de arrieros y mulas, los cuales debían estar sostenidos por alfileres para no rodar por los precipicios.
Formando el primoroso retablo, al fondo del cual irrumpía como una rosa de luz, entre flores, helechos y musgos, la gruta milagrosa señalada por la fulgurante estrella de los Reyes Magos y dos ángeles parados sobre nubes de algodón. Ente unas humildes pajas, el primoroso niño Dios, sonreía con sublime candor, mientras san José y la Virgen aparecían arrodillados en ademán dulcísimo de prodigarle tiernas caricias y el buey y la mula calentaban con su tibio aliento las carnes sonrosadas del Divino Infante. Como esplendía el nicho que rememoraba la escena del establo de Belén, la gruta era toda luz y el policromo vidrio de sus paredes, daba fantásticos destellos, mientras que allá a lo lejos tras unas lomas, parecían sumidas en tenue penumbra las blancas edificaciones de Jerusalén.
En casa de doña Pachita, todas las tardes, cuando las campanas empezaban a deshojar las tenues notas del ángelus, nos reuníamos niños, mozos y jóvenes del vecindario, a rezar la novena del Niño Dios. Era terrible el rebullicio que se armaba y cuando la dueña del pesebre agitaba una campanilla, al instante cesaba la algarabía y se iniciaba el rezo y bien pronto se poblaba el aire con las alegres notas de los villancicos, que todos coreábamos acompañándonos con panderetas…
Dulce Jesús Mío
Mi niño adorado
Ven a nuestras almas
Ven no tardes tanto!
Durante los nueve días, la escena se repetía y la última noche, los niños nos acostábamos temprano pensando en los regalos que nos traería el Niño Dios, aunque ya habíamos visto en la otra navidad manos maternales, deslizar en el sigilo de la media noche, los juguetes bajo nuestra almohada.
Oh Nochebuena de mi infancia, dulce mentira de los regalos traídos por el Niño Dios, cuanto extraño nuestras tradiciones, nuestros pesebres fabricados con lo mejor de nuestros montes, como extraño tus riachuelos de papel plateado, tus muñecos representando típicas escenas, ahora que gentes noveleras han puesto un árbol, ajeno a nuestras constumbres.